El escritor brasileño Nelson Rodrigues estaba condenado a la soledad.
Tenía cara de sapo y lengua de serpiente, y a su prestigio de feo y fama de venenoso sumaba la notoriedad de su contagiosa mala suerte: la gente de su alrededor moría por bala, miseria o desdicha fatal.
Un día, Nelson conoció a Eleonora. Ese día, el día de descubrimiento, cuando por primera vez vio a esa mujer, una violenta alegría lo atropelló y lo dejó bobo.
Entonces quiso decir alguna de sus frases brillantes, pero se le aflojaron las piernas y se le enredó la lengua y no pudo más que tartamudear ruiditos.
La bombardeó con flores.
Le enviaba flores a su apartamento, en lo más alto de un alto edificio de Río de Janeiro. Cada día le enviaba un gran ramo de flores, flores siempre diferentes, sin repetir jamás los colores ni los aromas, y abajo esperaba.
Desde abajo veía el balcón de Eleonora y desde el balcón ella arrojaba las flores a la calle, cada día, y los automóviles las aplastaban.
Y así fue durante cincuenta días.
Hasta que un día, un mediodía, las flores que Nelson envió no cayeron a la calle y no fueron pisoteadas por los automóviles.
Ese mediodía él subió hasta el piso último, tocó el timbre y la puerta se abrió.
Eduardo Galeano.
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